Por LUIS VINKER / Diario Clarín (Argentina)
Los Juegos Olímpicos de México quedaron para la historia del atletismo como los más espectaculares jamás vistos: una ola de récords mundiales –favorecidos por la altitud de la ciudad-, los fabulosos 8,90 metros de Bob Beamon en salto en largo, la irrupción de la “legión” africana en las pruebas de mediofondo y fondo. También, por el entorno político que significaron las demostraciones del Poder Negro –los puños de Tommie Smith y John Carlos en el podio, tras los 200 metros- frente a la discriminación racial… Pero en lo específicamente técnico, ninguna “revolución” en el atletismo puede igualar a lo que significó el triunfo de Richard Douglas “Dick” Fosbury en la prueba del salto en alto. Más aún, tal vez a excepción de aquel coloso llamado Parry O’Brien en la década anterior para la prueba de lanzamiento de bala, nunca se vio un cambio técnico tan radical en una especialidad. Ni volvería a verse.
En concreto: a lo largo de la historia olímpica del atletismo, en la prueba del salto en alto –una de las más atractivas del programa- los participantes atacaban de frente a la varilla. Para eso fueron adoptando distintas técnicas (estilos llamados Barren, Californiano, Straddle, Ventral y algunos términos más) y en ciertos casos, hasta hacían un “salto tijera”. Eso era así, tanto para los atletas de elite como para los chicos que iniciaban sus participaciones colegiales.
Dick Fosbury, desde que cursaba sus estudios secundarios en el North Medford High School en Oregón, decidió otra cosa, siendo apenas un adolescente. “Algunos me tomaron como un snob y otros directamente como un chiflado”, recordó. El atacaba la varilla… de espaldas.
Cuando se iniciaron las pruebas de salto en alto en los Juegos Olímpicos el 20 de octubre de 1968 –y a pesar de que ya circulaban rumores de que uno de los representantes de Estados Unidos practicaba el salto en alto, atacando de espaldas- pocos lo creyeron. Una multitud de 80 mil personas en el Estadio Olímpico Universitario lo vio en el precalentamiento… pensaron, simplemente que era eso, un precalentamiento. Pero Dick Fosbury aplicó ese estilo, conocido desde entonces como “Fosbury Flop”, ya en la competencia.
En la época de la Guerra Fría, el salto en alto se había convertido en uno de los campos favoritos (dentro del deporte) de los enfrentamientos entre estadounidenses y soviéticos. Estos habían tomado la delantera desde que un fenómeno siberiano llamado Valery Brumel –hijo de geólogos ucranianos– llevó el récord del mundo a 2,28 metros en 1963, batió a sus rivales USA en casi todas sus competiciones y ganó una épica batalla olímpica en Tokio. Un accidente en moto, en una noche de nieve en Moscú, lo envió al hospital y a una operación en la pierna: su carrera estaba terminada.
México 68 era el escenario de un nuevo duelo entre soviéticos y estadounidenses, dispuestos estos a recuperar el dominio que ejercieron durante tantas décadas (mencionemos, de paso, que entre los que se quedaron allí por el camino estaban un alemán llamado Günther Spielvogel, quien quedó 7° con 2,14 metros, y un francés, Bruno Saint-Rose, 9° con 2.09, quienes por la misma época visitaron Buenos Aires…).
Ante la sorpresa de aquella multitud, Fosbury se ubicó entre los cinco que, a partir de los 2.18 metros, se disputron las medallas. Dos de ellos no pudieron pasar esa altura y se quedaron afuera: el soviético Valery Skvortsov y Reynald Brown, un chico estadounidense de apenas 17 años. En los 2.20, los tres “supervivientes” sólo necesitaron el primero de los tres intentos: Fosbury, su compatriota Ed Carruthers y el presunto heredero de Brumel, Valentin Gavrilov. Ya habían dejado atrás la marca olímpica de Brumel (2.18 de Tokio) y debían pelear por el oro. Con la varilla instalada a 2.22 metros, el soviético se vio frustrado en sus tres tentativas, pero Fosbury pasó en la primera –lo que le colocaba al frente de la competencia- y Carruthers en la segunda. El oro se decidía dos centímetros más arriba entre los estadounidenses. Y allí sí, la revolución fue completa, ya que en su tercer y definitivo intento, Fosbury consiguió los 2.24 para la nueva plusmarca olímpica, y Carruthers, el saltarín de Oklahom, nada más pudo hacer.
Aún conmocionado por su conquista –aunque aparentaba serenidad- Fosbury atacó el récord del mundo (2.29) pero no fue posible.
Tal vez, intuyó que –con apenas 21 años- era la última competencia de su vida. Meses después, se retiró del deporte para oncentrarse en su graduación como ingeniero civil en la Universidad Estatal de Oregón.
Mientras que para los expertos, la sensación iba desde el escepticismo y la incredulidad hasta la condena (“estilo aberrante, lo condenaron alguna vez), pronto los nuevos estudios –apoyados por la biomecánica- demostraron que atacar la varilla de espaldas iba a mejorar la velocidad del atleta y su saltabilidad. Cuatro años más tarde, en los Juegos de Munich, 28 de los 40 participantes ya utilizaban el “flop” (aunque no el campeón, Yuri Tarmak). Pero desde la década del 80, se había generalizado y sólo algún saltarín aislado, perdido por allí, todavía conservaba la necesidad de un “barren roll”.
Estados Unidos recuperó el récord mundial en 1971 a través de Patrick Matzdorf –un atleta que no llegó a triunfar en la alta competición- con 2.29 metros, pero la definitiva consolidación del flop se dio cuando su compatriota Dwight Stones, utilizando esa técnica, se convirtió en el primer hombre en la historia en atravesar la frontera de los 2.30 metros. Ello sucedió el 11 de julio de 1973 en Munich y le abrió el paso a una seguidilla extendida hasta los fabulosos 2.45 m. que el cubano Javier Sotomayor mantiene como récord del mundo desde 1993 en Salamanca.
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Fosbury nació el 6 de marzo de 1947 en Portland, Oregón. Después de probar como basquetbolista, se decidió pro el atletismo. Y aunque sorprendió en el colegio con su nuevo estilo de saltos, se recordó que un par de años antes, otro atleta llamado Bruce Quande –de un secundario de Montana- experimentaba con una técnica similar. Sin embargo, lo dejó pronto, desalentado. Fosbury fue muy criticado al principio y un periódico regional ironizó: “Parece un pez saltando un bote”. Otro lo llamó “el saltarín más haragán del mundo”. Pero atleta de la misma época, y que sí alcanzó un buen nivel internacional, era la canadiense Debbie Brill, quien experimentaba un intento de técnica similar a través de su llamado “Bill brend”.
Pero Dick Fosbury, principalmente, estaba interesado en sus estudios y preparó su ingreso a la Universidad: “Mi objetivo era ser ingeniero, construir comunidades. También me encantaba entrenar y tuve la suerte de hacer ambas cosas”.
Su técnico en la Universidad, Berny Wagner, estaba al principio entre los escépticos. “No sé, Dick”, le repetía al verlo saltar con ese estilo. Pero Fosbury finalmente le convenció.
La clasificación de Fosbury entre los tres estadounidenses que iban a los Juegos de México fue muy difícil, debido a una lesión en el pie. Pero fue suficiente su tercer puesto en los “Trials” de Echo Summit, el mes antes de los Juegos, para garantizarse una plaza en el plantel olímpico. Y allí se iba a convertir en leyenda…En vísperas de los Juegos, la revista especializada Track and Field advertía sobre la irrupción de Fosbury y le daba su foto de tapa, tras ganar el campeonato universitario de Estados Unidos tanto bajo techo como al aire libre, pero también señalaba que “enfrentará en México al field más difícil jamás reunido para una final olímpica de salto en alto”.
“Pocos atletas en la historia hicieron algo único de tal manera, literalmente dio vueltas a su evento”, escribió John Tansley, uno de los más conocidos entrenadores de su país.
Ramón Torralbo, el técnico español que condujo a la campeona mundial Ruth Beitía, definió que “el cambio producido por Fosbury fue tremendo. No sólo provocó que se saltara de otra manera, sino que se necesitara de otro tipo de saltador, física y morfológicamente hablando. Los saltadores siempre han sido altos, pero a partir de ahí se pasó de necesitar fuerza explosiva a requerirse también fuerza reactiva. Y también cambió la tipología del atleta ideal”.
“Pensé que después de ganar la medalla de oro, algunos comenzarían a utilizar esta técnica. Pero nunca imaginé que en apenas una generación se iba a convertir en la técnica universal”, comentó Fosbury, mucho más adelante
Durante las últimas décadas participó en distintas luchas por los derechos civiles y contra el racismo. También promovió el deporte en las categorías de veranos y entre las personas con discapacidades físicas, y fue director de los Simplot Games, competencias atléticas para juveniles en Pocatello, Idaho. Su nombre también apareció en videos musicales y su historia quedó reflejada en el libro de Bob Welch: “El mago de Foz, la revolución de alto en alto de un solo hombre”, con prólogo del astro del decatlón, Ashton Eaton. Allí, por ejemplo, recuerdan que hacia 1963 y el colegio, todos se reían de la novedosa técnica de Fosbury: “Pero a los fans, les encantaba. Los entrenadores, lo odiaban. Y otro lo llamó ‘el saltador de alto más divertido que jamás hayas visto’”.
En octubre de 2018, cumplirse medio siglo de su hazaña, la Universidad Estatal de Oregón inauguró una estatua de Fosbury, obra de la escultura Ellen Tykeson. Fosbury expresó que “estoy muy orgulloso de haber contribuido al deporte porque soy un fanático. Pero no tenía un plan para cambiar el mundo. Es solo que después de México, los saltadores de todo el mundo querían probarlo porque se veía divertido. Ellos fueron los que crearon la revolución».
Víctima de un linfoma Fosbury pasó sus últimos años recluido en Ketchum, Idaho, la tierra en la que más de seis décadas atrás había muerto otro gigante llamado Ernest Hemingway.